
Una de las guerreras ha quedado herida. Desenfunda desde su carcaj, apunta con su arco, pero le fallan las piernas. No sabe aún lo profunda que es su herida. No se ha visto la palidez de la cara, ni la delgadez enfermiza y quebradiza de sus miembros. Es que no se ha mirado de frente en el espejo. Porque su espejo se rajó de parte a parte y la maldición cayó sobre ella, como sobre la dama de Shallot. Y es que este mundo es también de espejos y de sombras, y cómo pensamos que lo tenemos todo, y no tenemos nada. La guerrera se levanta, tambaleándose, desabrigada, desnuda de tan desarraigada. Se levanta y se jura que nunca más volverán a herirla, que pondrá mil ojos, que llevará escudo, que saldrá ilesa de todo combate ahora y siempre, desde ya, a partir de este momento. Éste no se valía. Se pide ser de azúcar hasta que se recomponga, se sube a un peldaño y grita casa, extiende los brazos y grita cuba. Esperará hasta que alguien palmotee su mano diciendo libre.