viernes, 2 de noviembre de 2012

Septiembre de 2011

A mi abuelo

Te disolvías despacio

En ciénagas de sangre que no podíamos desaguar
Comías poco y sangrabas la vida entera,
Palidecías como un cirio tierno,
Blando,
Trémulo.
 
Nadie puede contar las noches que la princesa de ojos tristes pasó junto a tu cama.
Sólo ella.
Y tú.
Ella descoloraba y tú te mermabas de a poco,
Chapaleando quedito en la oscuridad.
Cuántas noches en vela descolocándote el corazón. 

Aquella mañana te estabas apagando de luna,
Te habían dejado conmigo, a mi merced,
A la merced del tráfico de las parcas.
Respirabas lento, supino,
Horadaba el oxígeno tu pecho.

De pronto, tus ojos blanquearon,
Tu garganta se secó
(¡yo te había dado agua!).

Estabas muerto.

Yo no sé qué imágenes veías o a qué suplicabas por dentro,
Cuando salí corriendo con las manos anudadas,
La boca demudada y palpitando y grité tan fuerte que tu muerte me brotó de los labios.

Entonces tú no recuerdas nada y yo no puedo olvidar el metal,
El arrullo de los cables, el tránsito de cristales en mis pulmones,
El latón encorsetante, el silbido de los  hierros y el dolor de mis mejillas. 

Salí al pasillo, repudiada, abandonada en un túnel aséptico.
Esa mujer me recogió las rodillas. La gente extraña me lee la cara a veces,
Como cuando pensaron que había perdido el amor.
Y ella lo hizo.
Me dijo que no iba a pasar nada, que tuviera consuelo, que albergara esperanza.
Me desanudé las manos, tragué el dragón purulento, me abotoné las heridas
Y llamé.

Los timbrazos al otro lado se encadenaban en mi tímpano
Y por fin dije que no pasaba nada.
Que no pasaba nada pero que vinieran. Todos. Sí. Venid todos.  

A ti te sacaron en camilla, ¿sabes?

Estabas muerto. 

Cuántas semillas o migas de pan no lancé al suelo para recordar el camino,
Después de recoger lo que fuera de las perchas, la revista semanal, la botella, las gafas, la cuchilla, el desodorante, el crucigrama, la pastilla, el transistor
En una o dos bolsas de plástico. Como el hombre que cagaba en una bolsa de plástico. 
 
Había un hueco donde habías estado muerto, y ahí empezaron las migajas,
Una dirección de planta o un número, un ascensor frío, o tomé las escaleras
Y el calor de repente fue abrasador. Cien grados. La princesa corría hacía mí, o tal vez no,
Que noveleo y me pierdo y sólo recuerdo el collarín y la expresión desgarrada de tu hijo.
Y la aprensión de otro hijo perdido que no quiere verte muerto.  

Y luego estoy en un pasillo azul. Han llegado tus hermanos. No es mi culpa. 
El pasillo es azul y rompo a llorar por fin, cuánto me he aguantado, y se me casca la garganta y me chasquea la lengua y lloro de una forma tan grotesca que tal vez sólo estaba sollozando en realidad.
Se me acercan y me abrazan y es la otra única persona de toda la sala asfixiante y del pasillo azul que ha aprendido a llorar como yo. 

Nada más pasa, pero estás muerto.  

Llamo por teléfono a alguien lejano, de tus tierras del sur y urgen algunos viajes por tierra, mar y aire.
Hay gorgoteo de hermanos, y el mío se sienta callado y por fin, después de mucho tiempo, veo que se ha hecho un hombre.

Sigues muerto. 

Tu rosa yace pálida en medio del calor y su lloriqueo perpetuo rompe el aire y la telilla de todos los ojos. La abanico como si ese fuera el único aire que va a conocer ahora que te has muerto. 

Creo que al fin, cansados, entramos a verte acostado, como si estuvieras vivo. 

Un soniquete sordo sale de los aparatos, las luces, más cables, tengo una maraña de cables en la oreja que despuntan eléctricos para impedir que la sonda parezca tu cordón umbilical.  

Pero lo es. Pero estás muerto. 

Tus ojos celestes están cerrados, tienes los párpados tan translúcidos que temo no ver la pupila que desapareció cuando estabas a mi cargo. Ahora que la casa cruje sobre mí, vuelvo a sentir el miedo de perder tus pupilas. Esto debe ser el miedo a la vida, que empieza por el miedo a la muerte. 

Entonces apretamos tus dedos, que reposan muertos, helados, a ambos lados de la cama. Tu piel se ha marchitado desde esta mañana. Se te había ido parando el corazón a cada rato. Ahora un tubo inmenso te atraviesa la boca que no va a volver a sonreír. Tus labios son pardos y están secos.  

Ahora te has vuelto un muerto en la tierra. Nadie quiere salir de tu sepulcro. Nadie osa apartarse de tu lado. Y de pronto alguien se da cuenta de que es tu cumpleaños. Y lloramos en silencio. 

Me tengo que ir. Ahora no sé que, mucho más tarde, cuando hayas vuelto a la vida, me vas a explicar que tuviste un sueño en el que me acompañabas a América en un cohete espacial, pero yo era chiquita y tú tenías miedo de morirte, y los hombres con escafandras te aterrorizaban. Pero ahora no lo sé. Me tengo que ir y nadie puede arrancarme de esa sala maldita de cortinas impúdicas y botones frenéticos. 

Estás muerto. Pero tu pecho se infla con cada bocanada artificial. 

Tu rosa, la llevamos de aquí para allá y un día la aguanto en medio de un portal para que no se caiga, transida. Mi casa cruje y de nuevo siento terror cuando me acuerdo de cómo le temblaban las rodillas.  
Estamos arreglando papeles para cuando estés muerto. Nada más ocurre. Hay vecinas y hermanas en el columpio. No les llegan los pies al suelo. Tu mujer solloza y yo me siento sombría al calor del porche de verano, pensando en que me tengo que ir. Es inminente.
Algunos sentimos compasión por tu hijo, porque piensa que te vas a poner bien. Un doctor de bata blanca, claro, nos ha dicho que tu corazón es una cafetera, así tal cual. A mí me da por pensar que tu corazón se ha agrandado tanto, con el paso de los años, porque tienes a tanta gente metida ahí, y nadie quiere salirse. Él pacta con el diablo, corazón abierto, pecho en cruz, lo que sea. ¿Y si te despiertas? 

Estás muerto por tres días. 
 
Comienzas a desvelarte entonces.
No puedes hablar pero nos ves. No debes fatigarte.
Empiezas a balbucear y de pronto es como si un niño estuviese llegando al mundo. Solo que de nuevo. Este niño llega al mundo de nuevo.
Entonces siento la culpa de no haber creído en ti. De no haber creído que serías el hombre que vivió.  

Recuerdo que veías mosquitos y hasta que durante toda una tarde creímos ingenuos que habías recuperado la visión e inventamos contigo una mitología de la tragedia. Una mitología de la tragicomedia. Seguiste viendo mosquitos durante muchos días con sus muchas noches.
A los que te habían visto muerto les daba miedo esa cosmogonía del abuelo. Miedo de que fuera la calma chicha, antes de la tormenta. Pero nosotros te inventamos una nueva historia, porque habías olvidado que estuvimos en tu regazo tantas horas. 
No querías comer, y concebías nuevas formas para todas las líneas del techo, las lámparas, las paredes, los desagües y la luna. 
Te alimentamos con ungüentos similares al calostro, para que absorbieras la magia del amamantamiento. Te ungimos con leche de almendras, o algo así, como a un rey. El rey no ha muerto, el rey ha vuelto. 
Una tarde nos contaste que habías visto a tu padre. Nos miramos temiendo que hubieras perdido el juicio, pero ahora pienso que ese fue el momento en que este poema se me tornó en crónica. Tu padre te había hablado, en medio de una mancha de ovejas. 
A partir de ahí todo se volvieron ovejas. La mucha lana que guardas dentro sigue convirtiéndose en hilo, en un hilo cada vez más largo que yo almaceno para tejer algún día. Tejer algo que no me atrevo a mencionar.
 
Renaciste jovial pero aterido, dichoso pero desvaído, henchido y doloroso.


Tu hermano había matado un cerdo de una pedrada y ese día, esa semana, ese mes, habíais comido cerdo. 
 
La princesa de los ojos tristes dormía menos que yo.

Ya no estabas muerto. O no mucho. 

Y al fin me fui. Pero me fui cuando estabas vivo. Cuando me fui estabas vivo.  

No sabes cuántas horas paso pensando en todo lo que no recuerdas. 

Después te entraron los terrores nocturnos. El miedo a la muerte. Porque siempre te has agarrado a la vida abriendo el corazón de par en par. Un corazón cansado, un corazón abierto.  
No sabes cuánto duele estar lejos de ese corazón, aun sabiendo que es hercúleo, el corazón más que el brazo, más que la envergadura de patriarca (que ostentas). Es hercúleo y por eso desde el otro lado del mundo, todavía siento su abrazo. 
Quiero que sepas que las migajas que dejé cuando estabas muerto, son mi camino de baldosas amarillas hacia la tierra que nos vio nacer.