lunes, 17 de enero de 2011

Sí amo, pero humo I

Si nadie me ha enseñado a ensartarte los ojos,
esos ojos redondos de niña sorprendida,
con la gélida aguja de husos de ruecas viejas,
a lavarte la cara esculpida en cartón piedra,
tan sembrada de luces y de polvo y de cisco,
o a retener tus manos que me buscan sin tino,
o a contar con los dedos tus vestidos de escamas,
o a escucharte de nuevo por comprender tu lengua,
o a correrme soñando que te tengo enlazada,
o a notar tus rodillas de agua cristalizada
cuando dan contra el suelo y el techo del infierno,
cuando esgrimes de noche tu tripa desgajá,
y violentas la calma de mi ensimismamiento,
de mi ombliguismo opiáceo
que te trae de cabeza,
porque no te das cuenta de que yo me doy cuenta
y que estoy aprendiendo a curar tus locuras,
y a cómo acariciarte los muñones de hiedra
por los que alguna savia o veneno de oruga
ha extendido entre el hierro de tu sangre lechosa
una ristra de arena que entorpece tu herida
un reguero de sal que te escuece en la llaga,
una red de burbujas que anega tus venas
un sopor de dolor en que sumes tus codos,
un sartal de sardinas muriendo en la playa. Yo no tengo la culpa. Niña.

Y son esos muñones los que llevan por dentro
todo lo que no dejas florecer como muelas,
deja romper la carne,
y resquebrajarse,
deja que reconozca la polenta en tu bazo,
deja que se macere el maíz en tu vientre
o el grano de este embrujo que te tengo extendido
como una enredadera de azúcar diverso,
porque soy lo que soy: un demonio perverso.

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