En un día pachucho en la Rambla, un hombre viejo con gafas de concha vende/ofrece/muestra paquetes de klínex en una boca de metro que no se lo traga. Murmura con una voz muy tenue, un hilillo y mira vagamente a la gente, con unos ojos azul celeste. Hace ademán de entregar los pañuelos a cada uno que pasa, con su media voz y su gesto poco resuelto, de forma que nadie le hace el más mínimo caso. De pronto le miro, con cara de pocos amigos, como si eso fuera verdad, como si fuera verdad que no tengo amigos, como si fuera verdad que uno está solo, y tampoco le cojo los pañuelos. Mientras bajo la escalera se me saltan las lágrimas, será el mal día, será el otoño, será el polvo de la estación en obras. Siento tentaciones de volver sobre mis pasos. Será que no tengo unas monedas que escurrir en su mano. Será que a mí no me hacen falta. Entonces prosigo. Una mala mañana la tiene cualquiera. Será eso.
Por la tarde, hundo la cabeza entre las manos y me echo a llorar, despacio, hasta que me escuecen los párpados. Será que no tengo tiempo para llorarlo todo.