Yo
había saboreado sin pausa
Todos
los rincones salados de tu cuerpo.
La
ventana se recortaba como una esfera,
Como un
espejo mágico,
Se
había vuelto en tragaluz de contornos indecisos,
Indefinidos,
pero indelebles.
Volver
a la tierra, al agua,
Donde
nací,
Había
resultado como un épico traslado,
Un
periplo que se hubo de prolongar,
Para
que yo entendiera la urgencia de abrir la claraboya,
Espejito,
espejito mágico…
Entonces
tomé tinta y sangre
Y te
escribí una carta.
El ojo
que todo lo ve, los cien ojos,
Los
abalorios mil,
Combinaciones,
vestidos, sedas negras,
Terciopelos
y bordados cromáticos,
Pañuelos
ricos y velos de tul punteados,
Toda
una comitiva de galas y prendas
Que imaginaba
llevar frente a ti,
Frente
al espejo.
Escribí
sin pausa,
Acerca
de la quietud,
De
la eremítica cadena de sombras que
edificaba
Cuando
pensaba en ti.
Te
narré la calidez de las noches españolas,
El
sahumerio de sustancias que me fumo,
Y el
que anhelo,
Las
caras, sonrisas y palabras
De
tanta gente querida,
De los
patriarcas, las matronas que me aman,
Que los
amo,
La
lucha por mantener el equilibrio alcanzado
Con
tantos esfuerzos de mujer de vida alegre,
De
pitonisa aprendida,
Y de
mentora turbada.
La
sangre y la tinta no osaban secarse
En el
tintero,
Y era
un frasco de veneno
Que se
me tornaba en savia,
Para
ver convertido todo mi dolor en espurnes
De un
vívido azul o plateado,
Para
ver cómo había pasado de la luna al sol
En una
noche.
La
tinta y la sangre no fueron suficientes
Y sellé
la carta con un retazo de piel en carne viva
Había
decidido lacrar mi espalda con toda esta sabiduría
Que me
ayudaste a acumular.
El
dolor, la quemazón, la comezón
Fueron
suficientes para purgar esta necesidad de viuda negra,
Que me
ha asaltado al arrancar el verano de la serpiente.
Te
conté y rememoré,
Te
expliqué y te relaté
Las
distintas caras que había visto en el espejo.