A mi abuelo
Te disolvías despacio
En ciénagas de sangre que no podíamos
desaguar
Comías poco y sangrabas la vida entera,
Palidecías como un cirio tierno,
Blando,
Trémulo.
Nadie puede contar las noches que la
princesa de ojos tristes pasó junto a tu cama.
Sólo ella.
Y tú.
Ella descoloraba y tú te mermabas de a
poco,
Chapaleando quedito en la oscuridad.
Cuántas noches en vela descolocándote el
corazón.
Aquella mañana te estabas apagando de
luna,
Te habían dejado conmigo, a mi merced,
A la merced del tráfico de las parcas.
Respirabas lento, supino,
Horadaba el oxígeno tu pecho.
De pronto, tus ojos blanquearon,
Tu garganta se secó
(¡yo te había dado agua!).
Estabas muerto.
Yo no sé qué imágenes veías o a qué
suplicabas por dentro,
Cuando salí corriendo con las manos
anudadas,
La boca demudada y palpitando y grité tan
fuerte que tu muerte me brotó de los labios.
Entonces tú no recuerdas nada y yo no
puedo olvidar el metal,
El arrullo de los cables, el tránsito de
cristales en mis pulmones,
El latón encorsetante, el silbido de
los hierros y el dolor de mis mejillas.
Salí al pasillo, repudiada, abandonada en
un túnel aséptico.
Esa mujer me recogió las rodillas. La
gente extraña me lee la cara a veces,
Como cuando pensaron que había perdido el
amor.
Y ella lo hizo.
Me dijo que no iba a pasar nada, que
tuviera consuelo, que albergara esperanza.
Me desanudé las manos, tragué el dragón
purulento, me abotoné las heridas
Y llamé.
Los timbrazos al otro lado se encadenaban
en mi tímpano
Y por fin dije que no pasaba nada.
Que no pasaba nada pero que vinieran.
Todos. Sí. Venid todos.
A ti te sacaron en camilla, ¿sabes?
Estabas muerto.
Cuántas semillas o migas de pan no lancé al
suelo para recordar el camino,
Después de recoger lo que fuera de las
perchas, la revista semanal, la botella, las gafas, la cuchilla, el
desodorante, el crucigrama, la pastilla, el transistor
En una o dos bolsas de plástico. Como el
hombre que cagaba en una bolsa de plástico.
Había un hueco donde habías estado
muerto, y ahí empezaron las migajas,
Una dirección de planta o un número, un
ascensor frío, o tomé las escaleras
Y el calor de repente fue abrasador. Cien
grados. La princesa corría hacía mí, o tal vez no,
Que noveleo y me pierdo y sólo recuerdo
el collarín y la expresión desgarrada de tu hijo.
Y la aprensión de otro hijo perdido que
no quiere verte muerto.
Y luego estoy en un pasillo azul. Han
llegado tus hermanos. No es mi culpa.
El pasillo es azul y rompo a llorar por
fin, cuánto me he aguantado, y se me casca la garganta y me chasquea la lengua
y lloro de una forma tan grotesca que tal vez sólo estaba sollozando en
realidad.
Se me acercan y me abrazan y es la otra
única persona de toda la sala asfixiante y del pasillo azul que ha aprendido a
llorar como yo.
Nada más pasa, pero estás muerto.
Llamo por teléfono a alguien lejano, de
tus tierras del sur y urgen algunos viajes por tierra, mar y aire.
Hay gorgoteo de hermanos, y el mío se
sienta callado y por fin, después de mucho tiempo, veo que se ha hecho un hombre.
Sigues muerto.
Tu rosa yace pálida en medio del calor y
su lloriqueo perpetuo rompe el aire y la telilla de todos los ojos. La abanico
como si ese fuera el único aire que va a conocer ahora que te has muerto.
Creo que al fin, cansados, entramos a verte
acostado, como si estuvieras vivo.
Un soniquete sordo sale de los aparatos,
las luces, más cables, tengo una maraña de cables en la oreja que despuntan
eléctricos para impedir que la sonda parezca tu cordón umbilical.
Pero lo es. Pero estás muerto.
Tus ojos celestes están cerrados, tienes
los párpados tan translúcidos que temo no ver la pupila que desapareció cuando
estabas a mi cargo. Ahora que la casa cruje sobre mí, vuelvo a sentir el miedo
de perder tus pupilas. Esto debe ser el miedo a la vida, que empieza por el
miedo a la muerte.
Entonces apretamos tus dedos, que reposan
muertos, helados, a ambos lados de la cama. Tu piel se ha marchitado desde esta
mañana. Se te había ido parando el corazón a cada rato. Ahora un tubo inmenso
te atraviesa la boca que no va a volver a sonreír. Tus labios son pardos y
están secos.
Ahora te has vuelto un muerto en la
tierra. Nadie quiere salir de tu sepulcro. Nadie osa apartarse de tu lado. Y de
pronto alguien se da cuenta de que es tu cumpleaños. Y lloramos en silencio.
Me tengo que ir. Ahora no sé que, mucho
más tarde, cuando hayas vuelto a la vida, me vas a explicar que tuviste un
sueño en el que me acompañabas a América en un cohete espacial, pero yo era
chiquita y tú tenías miedo de morirte, y los hombres con escafandras te
aterrorizaban. Pero ahora no lo sé. Me tengo que ir y nadie puede arrancarme de
esa sala maldita de cortinas impúdicas y botones frenéticos.
Estás muerto. Pero tu pecho se infla con
cada bocanada artificial.
Tu rosa, la llevamos de aquí para allá y
un día la aguanto en medio de un portal para que no se caiga, transida. Mi casa
cruje y de nuevo siento terror cuando me acuerdo de cómo le temblaban las
rodillas.
Estamos arreglando papeles para cuando
estés muerto. Nada más ocurre. Hay vecinas y hermanas en el columpio. No les
llegan los pies al suelo. Tu mujer solloza y yo me siento sombría al calor del
porche de verano, pensando en que me tengo que ir. Es inminente.
Algunos sentimos compasión por tu hijo,
porque piensa que te vas a poner bien. Un doctor de bata blanca, claro, nos ha
dicho que tu corazón es una cafetera, así tal cual. A mí me da por pensar que
tu corazón se ha agrandado tanto, con el paso de los años, porque tienes a
tanta gente metida ahí, y nadie quiere salirse. Él pacta con el diablo, corazón
abierto, pecho en cruz, lo que sea. ¿Y si te despiertas?
Estás muerto por tres días.
Comienzas a desvelarte entonces.
No puedes hablar pero nos ves. No debes
fatigarte.
Empiezas a balbucear y de pronto es como
si un niño estuviese llegando al mundo. Solo que de nuevo. Este niño llega al
mundo de nuevo.
Entonces siento la culpa de no haber
creído en ti. De no haber creído que serías el hombre que vivió.
Recuerdo que veías mosquitos y hasta que
durante toda una tarde creímos ingenuos que habías recuperado la visión e
inventamos contigo una mitología de la tragedia. Una mitología de la
tragicomedia. Seguiste viendo mosquitos durante muchos días con sus muchas
noches.
A los que te habían visto muerto les daba
miedo esa cosmogonía del abuelo. Miedo de que fuera la calma chicha, antes de
la tormenta. Pero nosotros te inventamos una nueva historia, porque habías
olvidado que estuvimos en tu regazo tantas horas.
No querías comer, y concebías nuevas
formas para todas las líneas del techo, las lámparas, las paredes, los desagües
y la luna.
Te alimentamos con ungüentos similares al
calostro, para que absorbieras la magia del amamantamiento. Te ungimos con
leche de almendras, o algo así, como a un rey. El rey no ha muerto, el rey ha
vuelto.
Una tarde nos contaste que habías visto a
tu padre. Nos miramos temiendo que hubieras perdido el juicio, pero ahora
pienso que ese fue el momento en que este poema se me tornó en crónica. Tu
padre te había hablado, en medio de una mancha de ovejas.
A partir de ahí todo se volvieron ovejas.
La mucha lana que guardas dentro sigue convirtiéndose en hilo, en un hilo cada
vez más largo que yo almaceno para tejer algún día. Tejer algo que no me atrevo
a mencionar.
Tu hermano había matado un cerdo de una
pedrada y ese día, esa semana, ese mes, habíais comido cerdo.
La princesa de los ojos tristes dormía
menos que yo.
Ya no estabas muerto. O no mucho.
Y al fin me fui. Pero me fui cuando
estabas vivo. Cuando me fui estabas vivo.
No sabes cuántas horas paso pensando en
todo lo que no recuerdas.
Después te entraron los terrores
nocturnos. El miedo a la muerte. Porque siempre te has agarrado a la vida
abriendo el corazón de par en par. Un corazón cansado, un corazón abierto.
No sabes cuánto duele estar lejos de ese
corazón, aun sabiendo que es hercúleo, el corazón más que el brazo, más que la
envergadura de patriarca (que ostentas). Es hercúleo y por eso desde el otro
lado del mundo, todavía siento su abrazo.
Quiero que sepas que las migajas que dejé
cuando estabas muerto, son mi camino de baldosas amarillas hacia la tierra que
nos vio nacer.